Atravesando la selva, bajo los árboles que aún gotean rocío matinal, Diomedes Silva súbitamente se desvía del sedero y se adentra en la maleza. Se inclina sobre una rama baja y asiente con satisfacción. La trampa que colocó ayer bajo un tronco atrapó un armadillo.
“El secreto está en conocer el camino que tomará el animal”, afirma, mientras señala un rastro —casi imperceptible al ojo inexperto— que se abre paso entre las hojas caídas.
Otras tres trampas aparecen vacías, pero Silva regresa a casa una hora más tarde con el armadillo y un loro que cazó en una copa de árbol gracias a un disparo ejecutado con destreza.
Mientras Silva enciende un fogón para limpiar el armadillo detrás de su sencilla casa de madera en el límite de Puerto Nariño, un pueblo colombiano de unos 7.000 habitantes junto al río Amazonas, un vecino se detiene a saludar y a preguntar por el precio de la carne.
Hacia la tarde, Silva y su esposa, Marcela Rojas, ya han entregado parte de la carne de armadillo a sus familiares y han apartado algunos trozos para su familia. Aún queda un poco, que consideran vender a alguien de la comunidad.
Utilizar la carne de los animales que cazan es típico del pueblo ticuna, al que pertenecen Silva y su esposa.
“La carne de monte es una fuente importante de alimento para los pueblos indígenas de las comunidades rurales”, sostiene Nathalie Van Vliet, geógrafa e investigadora asociada del Centro de Investigación Forestal Internacional (CIFOR), quien está dedicada al estudio de la caza y comercialización de la carne de monte en la cuenca amazónica, donde convergen las fronteras de Colombia, Brasil y Perú.
“La carne de monte también cumple otras funciones”, agrega. “Ocupa un lugar importante en el menú de las celebraciones y consolida los lazos sociales, ya que las personas la comparten con sus familiares y amigos”.
Sin embargo, si Silva y sus vecinos venden la carne que cazan, están violando la ley.
BAJO LA MESA
Según la ley colombiana, la caza de “subsistencia” está permitida solo para la mesa familiar. Los cazadores que venden carne de monte deben poseer un permiso comercial. Esto implica la ejecución de estudios de impacto ambiental, lo que se encuentra fuera del alcance de la mayoría pobladores.
Pero esto no impide el comercio, solo lo vuelve clandestino.
Los cazadores (o sus familiares) venden la carne a sus vecinos o la ofrecen en la plaza de Puerto Nariño, manteniéndola oculta hasta que aparecen los compradores ya conocidos.
A veces, los policías se hacen de la vista gorda; pero otras veces restringen estas prácticas. Según los cazadores locales, la carne de animales como el armadillo, tapir, ciervo o un roedor grande llamado “paca” gusta mucho, y a menudo se vende antes de que aparezca en escena la policía.
Para facilitar las cosas, el precio es generalmente el mismo para todos los tipos de carne de monte, usualmente un par de dólares por kilo (lo cual es mayor que el precio del pollo importado de Brasil pero menor que el de la carne vacuna).
Algunos cazadores envían paquetes mediante las embarcaciones de pasajeros que viajan a Leticia, una ciudad de unos 30.000 habitantes que se encuentra a dos horas río abajo.
Al igual que el resto de las ciudades amazónicas, Leticia mantiene un pie en la selva. Muchos residentes de la ciudad emigraron desde pueblos rurales en busca de oportunidades laborales o de una mejor educación para sus hijos. Cuando extrañan el sabor de sus lugares de origen, piden a sus parientes carne de monte o tratan de obtenerla en los mercados locales.
“Incluso a los residentes originarios de Leticia les gusta su sabor, la variedad o el prestigio asociado a comer una carne novedosa; aun cuando el comercio clandestino la hace más cara que otras carnes”, comenta Van Vliet.
EN LA OSCURIDAD
En Leticia y la ciudad brasileña vecina, Tabatinga, la compra de carne de monte implica más que simplemente pasear por los puestos de comida que venden pescado, verduras o carne vacuna y preguntar quién la vende.
Solo unos pocos vendedores disponen de ella y son muy precavidos. A Van Vliet y su equipo de la Fundación Science International (SI) de Colombia les tomó muchas horas recorrer el mercado y comer en los diferentes puestos para ganarse la confianza de los vendedores.
Según Van Vliet, una vez que lo lograron, encontraron un mundo, un comercio que nunca se había estudiado porque permanece en gran medida oculto.
Los envíos de carne llegan en pequeñas embarcaciones que amarran en el puerto pequeño junto al río, a menudo por la noche, cuando hay menos ojos curiosos.
Los cazadores pueden vender la carne directamente o a un vendedor de mercado o intermediario, que a menudo se trata de un comerciante que compra carne de monte en los pueblos donde también ofrece ollas y sartenes, productos secos, municiones u otras mercancías.
Los vendedores almacenan la carne envuelta en los congeladores de sus puestos de mercado, donde es probable que exhiban pescado, el preciado picurú o paiche (Arapaiama gigas), fresco o salado o la popular gamitana (Colossoma macropomum).
Dado que las regulaciones prohíben la caza de estas especies en ciertos meses, la venta de carne de monte ayuda a los vendedores a equiparar sus ganancias durante el año.
Por otra parte, el uso de teléfonos celulares ha revolucionado el comercio, ya que permite que los vendedores puedan tomar pedidos o avisar a sus clientes cuando llega un envío. Esto los ayuda a mantener el negocio fuera de la vista, pero no elimina por completo el riesgo de que sean descubiertos.
La policía a veces registra los mercados buscando carne de monte o peces capturados fuera de temporada. Los policías confiscan la carne —probablemente la llevan a casa para comer, según comentan irónicamente los vendedores— o piden sobornos.
“Las mismas autoridades que a veces restringen el comercio de carne de monte son también clientes de cuando en cuando”, comenta un vendedor de nombre Misael, mientras deja de filetear una gamitana para trozar un venado en su puesto en el mercado de Leticia.
Su negocio fluctúa como lo hace el nivel del agua de los ríos amazónicos, según la estación. La carne escasea en agosto y septiembre, cuando el nivel del río es bajo y el transporte se vuelve más difícil.
Sin embargo, el abastecimiento de Misael se vuelve más estable durante la época de crecida en la primera mitad del año, cuando los cazadores pueden acceder en canoa a la selva inundada y de allí a tierras más altas donde los animales salvajes buscan refugio.
SALIR A LA LUZ
Tanto los cazadores como los vendedores desearían que la caza a pequeña escala de carne de monte se legalizara en la frontera entre Colombia, Brasil y Perú.
Ellos sostienen que si el mercado fuera legal, eliminarían el costo de perder la carne a manos de la policía o del pago de sobornos para evitar la confiscación. A su vez, esto acabaría con el estigma de ser parte de una actividad clandestina y ser objeto de señalamientos y comentarios debido a la ilegalidad.
Legalizar el comercio probablemente también aumentaría la competencia. Sin embargo, según un vendedor del mercado de Tabatinga a quien Van Vliet conoció con el apodo de “Chicle”, eso no sería un problema.
“Si hubiera más competencia, bajaría el precio. Pero aun así, compensaríamos la diferencia con el volumen”, sostiene Chicle.
“A los vendedores les gustaría que se legalizara el comercio”, afirma Jessica Moreno, investigadora de la Fundación SI, que trabaja en colaboración con CIFOR. “Los sacaría de las sombras”.
Pero también advierte del peligro que supondría legalizar la caza comercial sin un control adecuado, pues, incluso a pequeña escala, esto podría alentar un mayor volumen de caza o a que más personas la practiquen.
“Si se legaliza, la gente cazará y venderá más. Los restaurantes comprarán más también”, confiesa Silva. “Esto tendría que ser controlado”.
Tanto cazadores como vendedores temen que las especies de caza puedan agotarse y consideran que es necesario contar con regulaciones que garanticen que la cantidad de animales se mantenga estable.
RECOMENDACIONES LOCALES
Los cazadores de la reserva ticuna, cocama y yagua, o resguardo, el territorio indígena en el que se encuentra Puerto Nariño, donde vive Silva, asistieron a un taller en Leticia en octubre de 2015, en el cual conversaron con investigadores, funcionarios gubernamentales y conservacionistas acerca de las posibilidades para regular el comercio en pequeña escala de carne de monte, que no suponga agotar las poblaciones de distintas especies.
“Las recomendaciones pusieron énfasis en la participación local para la elaboración de regulaciones y en la supervisión del impacto de la caza”, comenta Van Vliet.
Los cazadores y algunos jefes de aldea en el resguardo Ticoya sostienen que la definición de “subsistencia” es demasiado estricta, ya que los pobladores también precisan comprar provisiones como jabón, utensilios de cocina, vestimenta, útiles escolares, gasolina para sus embarcaciones (la única forma de transporte local) y municiones para las armas que usan en la caza.
Y dado que los permisos comerciales están fuera del alcance de las comunidades indígenas, los asistentes al taller instaron al gobierno a tomar medidas para diferenciar entre la caza comercial a pequeña escala realizada por los cazadores comunitarios y la caza comercial a gran escala.
Los participantes también solicitaron una lista de especies de caza que tuviera en cuenta el contexto local y estableciera límites de caza para cada especie, con base en criterios como las características ecológicas de las especies y la dinámica de la población local, un estatuto de protección y valor económico.
Además, manifestaron que las declaraciones de impacto ambiental deberían considerar no solo factores como los efectos de la caza en las especies, sino también un plan de distribución de la ganancia derivada de esta y de la evaluación del impacto en la nutrición y la seguridad alimentaria de las comunidades.
“La legalización de la caza de carne de monte a pequeña escala abriría a los cazadores las puertas a un mercado más grande y próximo a su hogar”, sostiene el cazador Silva.
A él le gustaría poder vender carne de animales silvestres, un plato que a los niños les gusta y que los padres aprecian por su valor nutricional, al programa gubernamental de alimentación escolar en Puerto Nariño.
Sara Arma Díaz, una anciana cocama que caza junto a su perro pitbull llamado Lucas, está de acuerdo.
“La carne es pura”, dice. “No contiene productos químicos. Los niños así crecen fuertes y saludables”.
Para obtener más información sobre este tema, póngase en contacto con Nathalie Van Vliet en n.vanvliet@cgiar.org
Foto reportaje:
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