Recientes titulares en las noticias, una plétora de publicaciones científicas y la creación de nuevos centros académicos de investigación (think tanks) reflejan la creciente preocupación por alcanzar la seguridad alimentaria a nivel global — un elemento esencial de los compromisos asumidos por donantes y el foco de atención de varios organismos de investigación y desarrollo.
El renovado énfasis en la seguridad alimentaria global se ha visto estimulado por proyecciones según las cuales la población mundial pasará de siete mil millones a alrededor de nueve mil millones en 2050.
Para el discurso actual sobre seguridad alimentaria es fundamental la necesidad percibida de incrementar la producción de alimentos a fin de poder dar de comer a 870 mil millones de personas: una de cada ocho personas, según las agencias alimentarias de las Naciones Unidas, pasa hambre en el mundo.
Las preocupaciones en torno a la seguridad alimentaria también figuran en las noticias a medida que el mundo inicia la cuenta regresiva hacia el 2015, año en el que se cumple la fecha prevista para lograr la meta de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODMs), adoptados en el año 2000, que buscan reducir a la mitad el porcentaje de personas que padecen hambre a nivel global.
La literatura científica, al igual que la popular, está repleta de llamados que exigen un aumento en la producción de alimentos de 100 a 110 por ciento, según algunos estimados, para resolver el problema del hambre.
Por ejemplo, en el libro One Billion hungry: Can We Feed the World? (Mil millones de hambrientos: ¿podemos alimentar al mundo?), publicado el 2012, el autor Gordon Conway, profesor de desarrollo internacional y director del grupo de presión Agriculture for Impact, del Imperial College de Londres, destaca la importancia de reducir el hambre y la pobreza, en parte aumentando de forma considerable la producción de alimentos.
Se trata de un concepto muy convincente y simple: un mayor número de bocas que alimentar es equivalente a la necesidad de producir más alimentos.
Sin embargo, el modelo dominante de producción agrícola es el de intensificación, lo que lleva a una necesidad de utilizar cada vez más fertilizantes, agua y, muy probablemente, a la conversión de los ecosistemas naturales restantes en tierras de cultivo.
La intensificación de la agricultura, posibilitada por la revolución verde entre las décadas de 1940 a 1970 y que llevó al desarrollo de variedades de alto rendimiento de los granos de cereales, la ampliación de la infraestructura de riego y un mayor uso de semillas híbridas, fertilizantes y pesticidas sintéticos, resultó sin lugar a dudas en mayores rendimientos aunque también a expensas del medio ambiente en general.
Además, una paradoja del modelo actual de producción de alimentos es la desigualdad que lo caracteriza.
Existen en el mundo casi mil millones de personas que padecen hambre y deficiencia de nutrientes; sin embargo, más de mil millones sufren de sobrepeso u obesidad, una cifra que aumenta cada día – al igual que el tamaño de muchas cinturas.
Dicho de otro modo, cada mañana, millones de personas enfrentan “un banquete o la hambruna”.
Algunos sostienen que cultivamos suficientes alimentos para proporcionar una dieta sana y saludable a las poblaciones actuales y futuras, pero una distribución desigual, la falta de poder adquisitivo y políticas que favorecen la agricultura industrial significan que, con frecuencia, dichos alimentos no llegan a los que más los necesitan.
La producción de alimentos no solo necesita basarse en la agricultura intensiva de unos pocos cultivos de alto rendimiento.
Estimaciones muestran que el 40 por ciento de los alimentos en el mundo en desarrollo es producido por pequeños agricultores, con frecuencia en complejos paisajes que sirven múltiples funciones, los que dependen de una gestión integral de los cultivos.
Además, recientes cálculos efectuados por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) sugieren que cerca de 1,6 mil millones de personas dependen, de alguna manera, de los bosques y otros sistemas naturales para sus dietas, salud y medios de vida en general.
Los bosques, así como los paisajes más amplios donde se encuentran, pueden potencialmente desempeñar un rol importante en las emergentes estrategias que tienen como objetivo lograr la seguridad alimentaria a nivel mundial.
Los bosques no solo contribuyen a dietas diversas y nutritivas, particularmente de los miembros más pobres de la sociedad, pero también sostienen la agricultura a través de la provisión de servicios ecosistémicos cruciales, como la polinización, la estabilización de los suelos y la protección de cuencas.
Sin embargo, el reconocimiento del rol que los bosques desempeñan para la seguridad alimentaria no es nuevo: el año 1985 fue designado como el año de los Bosques y la Seguridad Alimentaria y, posteriormente, se publicó un número especial de la revista de la FAO Unasylva.
Paulatinamente, los bosques y la seguridad alimentaria fueron reemplazados por otras acuciantes preocupaciones. Hasta hace poco, se los había eliminado de la agenda por completo.
No obstante, con el paso de los problemas “dominantes” de seguridad alimentaria a un primer plano, el rol de los bosques para garantizar la seguridad nutricional y la seguridad alimentaria ha vuelto a ocupar una vez más un lugar destacado.
Podría decirse que hemos cerrado el círculo. En vista de la evidencia, no debería sorprendernos que el tema de los bosques y la seguridad alimentaria encabece nuevamente la agenda de desarrollo internacional: el desafío será mantenerlo allí.
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