Hoy en día, la mayoría de los proyectos de conservación tienen algún componente de desarrollo comunitario que promueve agricultura sostenible, agroforestería, productos no-maderables, ecoturismo y actividades similares. Se supone que dichos componentes ayuden a reducir la presión sobre las áreas protegidas cercanas. Los que trabajan en esos proyectos afirman que si los agricultores utilizaran sus parcelas de manera más intensa y sostenible no tendrían necesidad de meterse a las áreas protegidas. También dicen que si
los productores reciben ingresos de actividades que dependen de la conservación del ecosistema natural tendrían un incentivo para mantener esos ecosistemas. Los proyectos de desarrollo también pueden ayudar a las agencias que restringen el acceso a las áreas protegidas a lograr una mejor disposición hacia ellos de parte de las comunidades.
Todo esto parece lógico, pero es difícil que funcione. Muchas cosas tienen que darse al mismo tiempo para que los proyectos de desarrollo puedan lograr sus objetivos de conservación. Primero, las actividades que se promueven tendrían que proporcionar mayores beneficios y menores riesgos de lo que actualmente están haciendo los productores. En segundo lugar, deben ser actividades que los agricultores puedan emprender con la mano de obra y capital que tienen disponible. Tercero, las nuevas actividades deben involucrar a los mismos grupos que de otra manera amenazarían las áreas protegidas. Cuarto, los proyectos o deben persuadir a esos grupos a dejar de hacer las cosas que amenazan las áreas protegidas o deben hacer imposible que dichas actividades se realicen. Quinto, todo esto se debe lograr antes que el área experimente daños excesivos o que se acabe el proyecto. A menos que se cumpla cada una de estas condiciones, los proyectos no podrán contribuir de forma significativa a la conservación. Varias evaluaciones hechas hasta la fecha, confirman que no lo están haciendo. Es mas, algunos proyectos mas bien terminan promoviendo una mayor presión sobre los parques.
Afortunadamente, existen otras opciones. Una de ellas sería simplemente pagar a los productores por proteger la biodiversidad. El documento “Protección del Hábitat Global: Las Limitaciones de las Actividades de Desarrollo y el Papel de los Pagos por la Conservación”, por Paul Ferraro, argumenta que adoptar ese tipo de enfoque es una necesidad urgente. Ferraro afirma que los pagos directos permiten que los proyectos se centren en tareas bien definidas, proporcionan incentivos claros para la conservación, alcanzan resultados rápidamente, y son fáciles de enfocar hacia ecosistemas prioritarios.
La idea de dar pagos directos no es nueva. Entre 1993 y 1997, catorce naciones europeas gastaron cerca de once mil millones de dólares en pagos a finqueros por proteger un área de más de 20 millones de hectáreas. Estados Unidos gasta cerca de $1,5 mil millones cada año para que los agricultores reserven parte de sus tierra para la conservación. Costa Rica y varias organizaciones no gubernamentales también pagan a los dueños de grandes terrenos para que protejan la biodiversidad.
Ferraro admite que los pagos directos enfrentan muchos obstáculos. Los conflictos sobre los derechos de propiedad en bosques tropicales a menudo hacen difícil el saber a quién se le debe pagar. Las comunidades pueden amenazar con destruir los bosques como una forma de ejercer presión sobre los grupos conservacionistas para que les paguen más dinero. Las presiones políticas pueden desviar pagos hacia grupos de menor prioridad. Las agencias
deben vigilar el cumplimiento de los compromisos de conservación durante períodos largos. Sin embargo, según Ferraro, todos estos obstáculos pueden ser superados. Dado el bajo desempeño de los métodos actuales de conservación, sin duda, vale la pena tratar algo nuevo. La propuesta de Ferraro es digna de consideración.
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