Los vínculos entre los bosques y la salud humana se han convertido en una las principales preocupaciones de nuestro tiempo. Prueba de ello es que la mayoría de nosotros hemos oído hablar de las enfermedades respiratorias causadas por la humareda de los incendios forestales en la Amazonía y el Sudeste Asiático; y de los riesgos de que enfermedades como el ébola y (posiblemente) el COVID-19 se transmitan de los animales que viven en los bosques a los seres humanos.
Pero a menudo no caemos en cuenta que los bosques también ayudan a la sociedad de forma positiva. Por ejemplo, en el terremoto y tsunami del Océano Índico de 2004, las zonas con mayor pérdida de manglares costeros experimentaron mayores tasas de mortandad y lesiones. Además, se sabe que los alimentos que se encuentran en los bosques también desempeñan un papel importante en la calidad nutricional de la dieta de muchas personas.
“Todavía estamos desentrañando todo el espectro de beneficios para la salud y los riesgos potenciales que los bosques ofrecen a los seres humanos”, afirma Todd Rosenstock, científico principal de la Alianza de Bioversity International y el CIAT y autor principal de un nuevo artículo en The Lancet Planetary Health en el que se describe un mapa sistemático que establece dónde podrían estar algunas de las vías olvidadas, y ofrece importantes pistas para futuras investigaciones.
El trabajo fue realizado por un equipo de investigadores del Centro para la Investigación Forestal Internacional y Centro Internacional de Investigación Agroforestal (CIFOR-ICRAF) y varias universidades. Los investigadores identificaron 452 artículos que relacionaban los bosques, su gestión y la salud humana. Seguidamente, los clasificaron según los tipos geográficos, temáticos, metodológicos y de resultados de los estudios.
Los resultados mostraron que las relaciones entre estos factores no eran sencillas. “Los esfuerzos mundiales de investigación no están bien alineados con las poblaciones de riesgo, lo que revela vacíos significativos en los esfuerzos de investigación sobre importantes vías de salud forestal”, concluyen los autores. Por ejemplo, como muestra el siguiente mapa, la mitad de los estudios se realizaron en uno de seis países (EE.UU., Brasil, India, Malasia, China y Canadá), y más del 80 % se centraron en países de renta alta y media alta, mientras que menos del 10 % tuvieron lugar en el África subsahariana. Solo el 4 % de los estudios se realizaron en países boscosos de renta baja, que podrían considerarse especialmente expuestos a una serie de problemas relacionados con los bosques y la salud.
Usar perspectivas multidisciplinares
Un ejemplo de este desequilibrio lo ofrecen los estudios sobre la malaria, que, según varias investigaciones, se ve impulsada por la pérdida de bosques, aunque no necesariamente de forma única y lineal. “Sólo un 9 % de los estudios sobre bosques y paludismo se realizaron en África, a pesar de que el 95 % de la carga de la enfermedad y el 96 % de las muertes por paludismo se producen en África”, explica Amy Ickowitz, científica del CIFOR-ICRAF que participó en el estudio.
Los autores sostienen que los estudios futuros deben ir más allá en la investigación de las repercusiones para las personas y las poblaciones. “Muchas investigaciones solo se fijan en los resultados intermedios, sin llegar a ver cuál es el impacto final sobre la salud humana y las sociedades”, explica Ickowitz. “Así, por ejemplo, hay estudios sobre cómo afectan los bosques a las garrapatas infectadas por Lyme en las poblaciones de ciervos, pero muchos de ellos no continúan para averiguar qué significa eso para las enfermedades humanas. Se quedan ahí”.
Esto se debe a la falta de multidisciplinariedad en los equipos de investigación. “Por ejemplo, puede haber un estudio realizado por ecologistas que vigilan las poblaciones animales en busca de enfermedades o controlan los mosquitos en busca de infecciones parasitarias, pero si hubieran trabajado en equipos multidisciplinares, por ejemplo, con epidemiólogos o economistas, podrían haber dado un paso más para ver cuál es el impacto de estas infecciones en las poblaciones humanas y cuáles son los costes para la sociedad”.
Los investigadores conjeturaron que un mapeo formal de los riesgos podría ayudar a identificar problemas poco investigados y orientar más investigaciones futuras hacia las zonas de mayor riesgo. “Los estudios deberían centrarse en los principales problemas sanitarios que afectan a más personas en sus regiones, o en los que tienen repercusiones más graves en la salud”, afirma Rosenstock. “Puede que no sean los mismos: por ejemplo, el ébola es muy mortífero, pero no afecta a tanta gente como la malaria. Es importante aprender más sobre las relaciones entre ambos tipos de enfermedades y el uso del suelo”.
Según los autores, esta orientación exigirá una mayor colaboración entre disciplinas, más investigación sobre vías desatendidas y poblaciones humanas infrarrepresentadas, y vínculos claros con medidas directas de la salud humana. “Ahora que comprendemos mejor que nunca que el entorno natural y la salud pública están entrelazados”, concluyen, “no explorar estos vínculos utilizando perspectivas multidisciplinares sería como ignorar el bosque por solo estar concentrado en el árbol”.
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